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................EL VIAJE DE LAS DOS CARAS (II)

REMONTANDO EL RÍO

Tras el episodio simiesco nos dirigimos a tomar un cayuco para cruzar una de las inmensas lagunas que salpican la zona de Grand Lahou. Está ésta jalonada de manglares y trozos de selva desprendida que navegan a la deriva merced a la corriente.

Lo de cayuco no es una exageración: navegábamos en una canoa de unos diez metros de larga por metro y medio de ancha, tablones descoyuntados, y un motor que conoció mejores épocas. Junto a nosotros se apilaban lugareños cargados de enseres, gallinas y boniatos. La fuerza de la costumbre les permitía no temblar como yo ante los vaivenes del frágil esquife, que yo veía zozobrar a cada olita.

Así llegamos a un poblado sito en una lengua de arenas que separa el Atlántico de la laguna. Casas de palma, calles de arena, cerdos y cabras ramoneando en las zarzas de los higos chumbos... Aún quedaban vestigios de su época colonial: la administración de la metrópoli, la cárcel civil, y unos hierros retorcidos que debió de ser un mercado hace cincuenta años.

Lo que aún se mantiene es la misión católica, que un esforzado sacerdote se afana en mantener viva. Se compone de una hermosa iglesia construída hace 100 años por los misioneros, una escuela, un rústico dispensario y un altar a la Virgen.

Sorprendimos al buen padre sietesteando en una colchoneta bajo las palmeras, pero apenas se hubo quitado la modorra, nos ofreció una agradable compañía y algunas curiosidades del lugar. Como por ejemplo, que en una década puede que éste haya desaparecido. "Rezo a Dios cada día para que no ocurra, pero la naturaleza es imparable". La fuerza del océano Pacífico y la ausencia de espigones o defensas que protejan la estrecha porción de tierra en la que está enclavada la aldea, provocará que el gran azul la fagocite para unirse con la laguna antes o después.

Jones, un buen hombre al que ayudamos a descargar unos paquetes del cayuco, Completó la guía del poblado muy amablemente. Al llegar a una boca de mar donde chocan las procelosas aguas del océano con las de la laguna, señaló unos hierros retorcidos que apenas sobresalían entre las aguas a unos cien metros de la orilla. "Hace veinte años era la casa del farero".

Observando a un chaval con una camiseta en la que se leía "Mikel" lanzar la red a las aguas que cubren lo que en su día era parte de su pueblo, volvimos a tierra firme.

Esa noche cenamos un gallo guisado con especias del lugar y acompañado de una fritadita y arroz blanco. Era lo primero que comía en el día, a excepción de medio huevo duro que ingerí de buena mañana. El calor me quita el apetito, pero al caer la tarde despierta de nuevo, igual que los mosquitos de la malaria.

Madrugamos al día siguiente para negociar con un pescador local el alquiler de su chalupa. Con ella pretendíamos explorar la región con mayor profundidad. Era domingo y el hombre no saldría a pescar ese día, así que tras arduas negociaciones logramos nuestro objetivo. Nos encomendó a sus dos hermanos pequeños, a los que no parecía hacer mucha gracia trabajar de patrones ese día, aunque al final se lo pasaron en grande. Además se ganaron unos cefas extra al cruzar de parte a parte de la laguna a varios pasajeros que aprovecharon nuestras primeras millas de navegación.

Remontando el río en silencio, me asaltaban imágenes "del corazón de las tinieblas" o de Apocalypse Now, y miraba a la profundidad de la selva con la impaciencia que debió de guiar al doctor Livingstone en sus primeras incursiones en el África más profunda. De vez en cuando nos deteníamos en minúsculas aldeas selváticas en las que la presencia del hombre blanco era recordada apenas.

Los niños eran allí tremendamente curiosos y risueños. "Le blanc, le blanc!", nos llamaban. Con ellos estuvimos media mañana jugando en una playa, como la gran novedad. Los mayores, mientras, cantaban la gloria de Dios con ritmos africanos en cabañas con una cruz en lo alto.

El ocaso nos sorprendió de regreso a tierra firme, con la sensación de haber viajado no solo por lugares remotos, sino a tiempos lejanos. Nuestro nuevo destino sería Jacquville, otra aldea costera donde celebraríamos la entrada de 2013 en compañía de una docena de expatriados.









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