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MISIÓN EN TIASSALÉ

Hace un rato hemos vuelto a Abiyán. El día de hoy fue tremendamente interesante -quizá el que más- desde todos los puntos de vista: aventurero, zoológico y antropológico. Me explico. Después de muchas gestiones, entre otras firmar un documento en el que descargaba de responsabilidad a la ONG si me ocurría algo malo, conseguimos que me permitiesen ir de acompañante en una misión de Save the Children. Con el chófer Joshué y el jefe de misión Olivier, ambos marfileños, Anne y servidor cargamos un todoterreno de la organización con abundante material de oficina y partimos rumbo Norte.

Una parte de la misión consistía en entregar el material en una oficina gubernamental de educación situada en el pueblo de Tiassalé, que da nombre a toda una región del país.

Tras un par de horas de viaje sin contratiempos, llegamos a la oficina, donde todo fueron saludos protocolarios y atenciones. Las cosas aquí se hacen con la calma. El ritmo marfileño puede poner a prueba los nervios de los europeos, pero si se tolera, ofrece a cambio la posibilidad de confraternizar sinceramente con los locales.

Hecha la entrega, de cuya supervisión se encargaba una señora de tan vistosa vestimenta y generosas carnes como buen humor, proseguimos el camino. Nuestro destino serían tres aldeas tan remotas, que la guerra apenas las rozó. Los responsables de la ONG tenían el encargo de revisar las obras de tres escuelas que cofinancia Save the Children junto a los lugareños.

Para llegar a Deisbko, a Asumakro y a Pascalekro, abandonamos carreteras flanqueadas por extensos arrozales para adentrarnos por pistas de tierra roja plagadas de baches que en ocasiones parecían verdaderos accidentes geográficos. Los caminos, cuyo polvo teñía de rojo la vegetación de las cunetas, se adentraban en la selva más profunda, en cuyos claros, jalonados de pétreos termiteros, sisean la temida mamba negra y otras bichas. Un temible ejemplar de casi dos metros cruzó ante las ruedas del poderoso todoterreno, al que detuvo sin pestañear con su reptar soberano y mortal.

A medio camino, después de un derrape inesperado con exitoso desenlace, una inmensa charca en la que había embarrancado un descacharrado camión con el eje en las últimas detuvo nuestra marcha un buen rato, aunque finalmente pudimos reanudarlo.

Llegar a las aldeas de las que hablé anteriormente tuvo mucho de mágico. Especialmente en Pascalekro. Los niños se escondían curiosos en las esquinas de las casas, construidas todas en adobe, caña y hoja de palma. Los zagales, algunos desnudos completamente y llenos de mocos, perdían poco a poco la timidez hasta acercarse y reírse de nuestras pintas, rodeándonos divertidos. Al final nos sirvieron de sonoro séquito para llegar al lugar donde nos reuniríamos con el consejo de notables: un frondoso iroko que arrojaba una sombra deliciosa a esas horas de la mañana.

Poco a poco fueron saliendo los hombres de sus casas y trayendo sillas de madera parecidas a caballetes. Hasta veinticinco señores se congregaron bajo el árbol a observar cómo los responsables de las escuelas en construcción justificaban con recibos de material de construcción la inversión del dinero donado por la ONG. Antes, nos estrecharon todos y cada uno de ellos la mano. Lo hacían ofreciéndonos la derecha, agarrándose con la otra el antebrazo y haciendo una leve reverencia con la cabeza. Entre todos aquellos hombres se encontraba el jefe de la aldea (para saludarle fuimos nosotros los que nos levantamos). Se trataba de un venerable anciano de coloridos ropajes al que reservaron el único asiento con reposabrazos. Uno de los notables le explicaba quienes éramos y a qué habíamos venido, mientras nosotros le mostrábamos nuestros respetos. Debimos de caerle en gracia porque, después de que una mujer nos ofreciera agua fresca recién sacada del pozo, el hombre hizo descorchar una herrumbrosa botella de un extraño vino dulzón para darnos la bienvenida. Sirvieron la bebida en unos vasos del que bebieron todos los notables primero y después nosotros. Insisto, pura magia. En medio del protocolo, estuve tentado de gritar "¡Shikaka!" a ver si pasaba algo (los que han visto Ace Ventura, Operación África saben de qué hablo).

Mientras los miembros de la ONG cumplían con la burocracia, yo observaba el lugar y a veces departía -como podía- con alguno de los hombres congregados. En un momento dado comenzó una discusión sobre cuántos niños había en la zona. Las versiones oscilaban desde las 400 hasta las 2.500 criaturas. El caso es que alguna de ellas observaba curiosa la asamblea, apoyada en los respaldos de las sillas.

En cierto momento, uno de los hombres se interesó por mi IPhone y otro me ofreció una mujer local, desatando claro las carcajadas de todos los presentes. Tuve que decir que el móvil era un regalo de mi esposa española para salir al paso de ambas propuestas.

Las nuevas escuelas en cuestión, que aún no tienen la certificación oficial como tales y que atienden profesores voluntarios sin apenas formación, estaban a medio terminar, pero tenían ya mejor pinta que las antiguas. Eran éstas unos chamizos de barro con pupitres de madera hacinados frente a viejas pizarras cuyas tizas se esconden por la noche. Ardo en deseos de enseñarles las fotos a mis alumnos, a ver qué comentan.

Hechas las comprobaciones sobre la marcha de las obras (que se alargaron todavía durante un par de horas) nos pusimos de nuevo en ruta hacia otros poblados para repetir la operación.

Los habitantes de esta parte de la selva viven principalmente del cultivo de cacao. Pude ver el fruto entero, amarillo y rugoso pendiendo de los árboles, y sus semillas secándose al sol en medio de las aldeas, a las cuales perfumaban con el olor del Cola-cao.

Pasaba ya la hora de comer cuando abandonamos por fin la selva para volver a Tiassalé, donde contemplé con curiosidad a un paisano paseando un mono de la correa, como si fuera un caniche. Debíamos recoger allí las facturas de otra escuela y también una motocicleta de montaña que nos esperaba en el patio de la dirección del hospital general de la zona. De lo último nos encargamos Joshué yo, mientras Anlor y Olivier cumplimentaban el papeleo en la otra punta del pueblo. Eso sí, lo hicimos después de trasegarnos un merecido plato de alloko (plátano frito) y huevo duro.

La moto en cuestión fue prestada por la ONG hace dos años al hospital, durante la crisis (así le llaman a la última guerra). El préstamo se debió a la necesidad de movilidad de los pocos médicos locales para combatir múltiples brotes de cólera que se desataron en aquellos meses.

De nuevo, para algo tan sencillo como recoger una cosa, se impuso el ritmo tropical. Una secretaria que nos entretuvo un buen rato, nos pasó al despacho del jefe de vacunación, que nos conminó a sentarnos en la consulta mientras despachaba parsimoniosamente a dos pacientes.

Pasado el rato, éste nos llevó al despacho del director (encerrado en él bajo llave), que era quien debía dar la aprobación para que nos llevásemos la dichosa moto. Otro buen rato de charla lenta e insustancial (de la cual yo no entendía ni papa). Por fin, nos devolvieron las llaves, los papeles, y la moto.

Bajamos al patio para cargarla en la ranchera y me encontré con que el jefe de vacunación nos indicaba que la subiésemos a pulso al todo terreno. No sé cuántos kilos pesaría, pero no me veía con ánimos de afrontar que se me cayese en el pie, ni siquiera estando al lado del hospital (que por cierto estaba hecho una ruina). Por ello propuse con gestos colocar un banco de madera cercano para que sirviese de rampa. Así lo hicimos y, asegurada la moto con unas cuerdas, ya estábamos listos para buscar a Anne y Olivier y regresar a Abiyán.


Sin embargo no estaba todo... ¡Aún faltaba el casco! Curioso despiste en el que por suerte reparó Joshué. Resulta que estaba guardado donde Cristo dio las tres voces, -por cierto, impoluto como el día que fue comprado-, y el jefe de vacunación tardó lo que quiso y más en ir a buscarlo.

Tanto tardó que incluso un marfileño de pro como Joshué se puso de los nervios. Sudando bajo un sol pegajoso y acosado por los mosquitos, supe el motivo más tarde.

Por fin apareció el tipo, arrastrando los pies perezoso, y con el casco de marras. Imbécil de mí, cuando ya estaba el motor arrancado se me ocurrió echar un último vistazo a la moto y me percaté de que faltaba un tornillo en el manillar. Otra hora empleamos en buscar una quincallería para colocar el tornillo.

En fin, después de todo eso, prestos a partir, con dos horas de viaje aún por delante, llamaron de la central de la ONG. Resulta que, por seguridad, los chóferes no pueden circular fuera de Abiyán más allá de las cinco de la tarde. De ahí la impaciencia de Joshué.

Eran las cinco y ocho minutos. De nada sirvió mentir que estábamos ya a medio camino. Nos ordenaron detener el vehículo y buscar una fonda donde dormir -con lo puesto- esa noche. No me habría importado hacerlo de no ser porque no tenía conmigo el anti mosquitos y porque quedarse suponía aprovechar el día de mañana para realizar otras misiones por la zona (con el riesgo evidente de perder mi vuelo de regreso).

El caso es que ya estábamos buscando alojamiento, con los ánimos bastante bajos, cuando nos llamaron de la central de nuevo. Lo habían pensado mejor, el proyecto no tenía presupuesto para pagar nuestra pernocta, así que debíamos regresar.

En el camino, ya al atardecer, nos encontramos un par de cazadores que habían robado a la selva algunas de sus criaturas y las ofrecían al mejor postor desde la cuneta. La víctimas: una rata gigantesca muy apreciada entre los nativos y una enorme serpiente pitón que yacía enroscada y con la cabeza hecha un giñapo pendiendo de la mano de su ejecutor.

Y aquí estamos por fin, de nuevo en Abiyán, en la última noche africana, y tras uno de los días más especiales de mi periplo. Los viajes siempre terminan en lo mejor, pero aún queda un largo recorrido hasta casa, hasta mi tribu y mi propia aldea. Quizás no sea ésta tan pintoresca, pero pienso que en ocasiones sí es tan mágica como Pascalekro.













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